Por cada una de las líneas del poemario fluyen emociones como llamas en el Sol.
Obed González
Como el viento y el árbol es el segundo poemario publicado (2004) por César Guerrero.
En el Consejo Editorial de Tintanueva figuraban Federico Corral Vallejo, Alí Chumacero, Saúl Ibargoyen, Eduardo Langagne, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor y Guillermo Samperio, entre otros.
Ed. Tintanueva, México, 2004, sin ISBN.
Del antiguo edén
probé la luz dorada de la tarde
lloviendo entre las ramas,
el silencio vivo del vergel,
la paz de quienes duermen sin temor
y que despiertan enlazados
a una realidad como el más bello sueño.
Pasado y futuro no existían,
sólo florecía el presente entre tu pecho,
seducido por el tibio hechizo de tu piel,
cobijado por tu seno.
En mí reencarnó Adán,
en tu desnudez se vistió Eva,
y en ese despertar,
sólo tú y yo existíamos en el mundo,
el Universo entero
velando amorosamente nuestro lecho.
Sobre el cielo desnudo de atavismos
danzaba un campanario de hojas secas.
Del pedregal brotaba un llanto tibio
en callados ríos de hierba.
El sol se descompuso en bronce
al cruzar tu cabellera negra.
El viento hilaba un nombre arcano con tu aroma,
jugando sin pudor sobre tu pecho.
Con mirada ciega revoloteaba
el canto agónico de un cello,
como un pájaro grave
sobre este remanso de silencio
en que florecieron anónimos los besos.
En la ligera superficie de tu piel
la luz hace brillar al viento.
Con el trazo de tus manos
construyes las alas
que harán volar tu cuerpo.
El prodigio que emana de tus dedos
viste los mástiles desnudos de mis sueños.
Pluma que despierta el viaje
de mis fantasías:
Vestida de agua,
tu piel
es la ribera donde mi sed acaba.
En este tiempo
en que el tiempo se consume,
redescubres el sabor de los objetos,
el ansia de colores en las hojas
pisoteadas por el humo.
Bajo la luz tenue que proyectan
las estrellas que rescatas,
la mirada de los ciegos se levanta
por encima de sus ojos muertos.
El ensimismado amor por el detalle
nace en la palma de tus manos,
tersas como un vientre que incuba
hermosos frutos desterrados.
Salvas los momentos de la herrumbre
con materiales olvidados;
la memoria se transforma en espacio
que nos libra de caer con este mundo en el olvido.
En tus manos los sueños aterrizan,
crean el rostro de las horas
en que gozas y compartes tu alegría
y es mi vida una celebración
irrepetible y sorprendente
de momentos que seduces con tu tacto.
Hay un olor en la raíz de tu pelo
que arrulla como el vino.
El cielo se descubre
como la blanca insignia de tu frente
y mi sexo posa en tu mano como un pájaro.
Te extiendes adormecida
por el alegre desgranar del río,
tus muslos respiran y beben
el calor de nuestras manos.
Tersa como el agua, mis besos
se embelesan con el vuelo de tus brazos,
en tus pechos de durazno.
No son distintos el espacio del tiempo
en nuestros cuerpos, latimos al paso.
En tu nombre guardas mi letra
como un solo puño,
como mi sexo y tu abrazo,
mi mentón y tu hombro,
como el viento y el árbol.
Temprano, rodeados por la bruma
contamos pocas pero suficientes certezas:
dos miradas paralelas
en el eje de un abrazo,
catorce escalones
-que no contamos,
pero suponemos-
y el fuego acuñado en cobre,
al final de ellos.
Entre la escalera y nosotros
hay apenas unos pasos.
Entre la escalera y el sol,
vacío poblado de alas invisibles.
En el horizonte
tras la bruma que lo oculta,
un disco de luz cálida,
punto en que convergen respuestas,
puerto en que se unen
nuestras dos miradas.
Miré tu rostro fijamente,
miré tu piel de niña y
miré tu piel anciana,
miré la misma sonrisa bondadosa,
la misma alegría y el mismo brillo,
los vi hoy, ayer, mañana.
Todos los tiempos nos miraron
en estos mismos ojos tuyos,
en este mismo rostro mío.
Porque las obras de los dioses
no pueden contenerse
Ofelia Pérez Sepúlveda
Nadie pensó la mano que te toca
ni el ojo que te mira.
Tampoco mi conciencia.
No existe nadie
esperando que te bese
o que el amor nos abandone.
En la mitad de cada paso
se abre incertidumbre
como arco interminable.
Entre una huella y la anterior
una cadena, memoria
de aminoácidos soberbios
perpetuándose.
No sobrevivirá el recuerdo inefable
del calor de tu vientre junto al mío
sino un abrazo helicoidal
reproducido en infinito.
Nadie sino tú y yo admira
la obra ciega que nos ha parido,
el juego contingente y lógico
que en cada renacer de nuestros cuerpos
nos sostiene.
Embebido en posibilidades infinitas
no pudo prever Dios la concreción de ciertas maravillas
-como mi brazo en tu cintura, por ejemplo-.
Nadie pensó que yo te amara.
Pudimos ser de mil maneras,
pero he aquí que somos éstos,
y nadie más contempla.
Dos corazones giran
alrededor de su muerte.
Sesgado el brillo de su capa y vestido,
aun bailan su fiebre con ritmo uniforme.
Los oímos sin verlos,
diciendo quererse.
El colapso terrible de sus huesos,
la introspección de su carne
hundiéndose en sí misma,
no impiden
que desde aquella roca de tiempo detenido
sus almas canten
como faros invisibles en la noche.
Que adelgace tu piel,
mas no tu forma.
Que se opaque tu vista,
no tu aroma.
Que se quiebren los huesos,
no nuestras palabras.
Que se marchiten nuestros vientres,
pero que florezca la semilla.
Y cuando nuestros cuerpos se colapsen,
que el aire nos levante.