La muerte de Francesco di Marco
[ cuento ]
Publicado en Opción, revista del alumnado del ITAM, Año XX, No. 106,
febrero 2001, pp. 37-44.
Publicado en Opción, revista del alumnado del ITAM, Año XX, No. 106,
febrero 2001, pp. 37-44.
Cuando el abad Ciapelleto, mi superior, me instruyó confesar a Francesco di Marco, el rico negoziante que le dio orgullo a la gloriosa Venecia, “para que inicies tu labor de diácono”, no imaginé que el rumbo de mi vida cambiaría completamente gracias a esa encomienda. En realidad, nadie entre los venecianos notables deseaba tener trato con el comerciante arruinado, quien murió como hijo de tabernero de Savona, arruinado y en un lecho humilde, el año de 1550, a los 53 años. La noticia sobre su grave estado de salud y las señas para encontrarle habían sido proporcionadas anónimamente por “un amigo”.
Atravesé el Gran Canal rumbo al barrio de Dorsoduro, hogar de pescadores y marineros, y proseguí hasta las zattere conforme a las indicaciones de Maurizio, el portero, “a fin de que tenga vista al canal de la isla Giudecca, que quedará a la izquierda en su andar por la ribera.” Al caer la tarde, la luz oblicua creaba curiosos claroscuros en las numerosas almadías junto a los astilleros y los muelles. Francesco Di Marco Datini convalecía en un lazareto, en funciones desde la última peste, frente al pórtico de la iglesia de San Nicolò dei Mendicoli.
-Signore Di Marco.
-¿Quién es usted?
-La Iglesia sabe que agoniza y me han instruido que venga a proporcionarle los sacramentos de reparación y unción de los enfermos.
-¡Váyase! La Iglesia no tiene nada que hacer por mí.
-He venido a transmitirle la misericordia de Dios.
-¡No blasfemes! ¿Qué no sabes que "aquél que ama el oro carga con el peso de su pecado, aquél que persigue el lucro será víctima del lucro. Inevitable es la ruina de quien fue presa del oro?"
-¿Salmos?
-No. Eclesiastés. Y vete. Tus plegarias no me servirán.
Yo era, hasta hacía poco, un novicio agustino –de la misma orden que Lutero– proveniente de una aldea insignificante en la Selva Negra. La tozudez propia de la juventud y el entusiasmo por ser mi primera encomienda ministerial, me motivaron a persistir en el alivio de esa alma atormentada, moribunda en el humilde hospicio. Luego de varios intentos y pacientes esperas y plegarias a su lado, Francesco, el otrora poderoso negoziante de la familia de los Datini, revelaría, a pesar de su orgullo, los motivos de su terrible angustia, como quien, escudado tras la insolencia, arroja de sí una carga pesada y nauseabunda.
-¡Ay, ay de mí!
-¿Qué le duele, signore Francesco?
-El alma. No hay salvación para mí.
-Dios perdona a los que se arrepienten.
-Todo el arrepentimiento del mundo no bastará para salvarme. Soy un pecador. Y pecador y negoziante son lo mismo. Mi alma se debate entre el temor a Dios y la debilidad por el oro y la intriga, que no me abandonan. Mírame, agonizo sin nadie que me recuerde: arruinado, vilipendiado por toda esa sarta de judíos en quienes confié. Esos malditos judíos -porque has de saber que peor que un judío es un marrano- me arruinaron, y así, me vendieron como Judas a Cristo: por treinta denarios.
-Mejor arrepiéntase y confiéseme sus pecados. Encontrará la paz para morir.
-Qué vas a saber tú de todo esto si eres tan sólo un necio novicio que no me deja en paz.
-Signore Datini, si usted se confesara libraría su alma del terrible peso que la acongoja.
-Te lo contaré, ingenuo cleriguillo... Pero no para aceptar sacramento alguno, sino para curar tu ofensiva ingenuidad. ¿Qué sabes tú del mundo? Nada. ¿Qué conoces del negocio y el dinero? No, no me he de confesar. Ingrato es el mundo y lo comprendemos muy tarde. Cuando nos damos cuenta, más ingrato es aún.
Hubo una larga pausa. Un maduro marinero genovés yacía en un rincón del dormitorio, tocado por la sífilis. La mayor parte del tiempo estaba inconsciente, presa del delirio, dolores de cabeza y la inarticulación de sus movimientos. Los picegamorti del lazareto esperaban que muriese pronto y lo mantenían aislado para evitar el contagio de sus avanzadas ronchas en el pecho y las extremidades.
-¿De dónde dices ser?
-De la Selva Negra, entre...
-¡Claro! ¿Y visitaste ya Nüremberg, Brujas, Amberes, Génova, Lisboa, Trípoli, Constantinopla? Todas grandes ciudades que desconoces.
-Tiene usted razón, no las conozco. Acabo de llegar a Venecia. Mi más grande anhelo es ir a Roma y conocer al Papa.
-Clemente VII. En estos tiempos de herejía desatada alguien tan insignificante como tú es lo que menos debe importarle. Además, has venido al sitio erróneo. En Venecia el Papa no es nadie frente al Dux. ¿Hace cuánto que llegaste aquí?
-Hace un mes.
-¿Has visitado la ciudad, qué piensas de ella?
-Es bellísima. La basílica donde reposan los restos del gran San Marcos, el Palacio Ducal, las imponentes Ca’s que pueblan las riberas del Gran Canal... Nunca había visto nada igual. Pareciera que toda la hermosa riqueza que nuestro Señor creó estuviera aquí.
-¡Pobre de ti, también te deslumbra la pureza del oro, les estatuas de bronce, la diversidad de columnas de mármol multicolores, botín de nuestras conquistas! ¡Ten mucho cuidado, si es que deseas ser un hombre santo! ¿Qué será de ti cuando conozcas Roma? Si visitaras el Rialto, sabrías que toda esta riqueza es fruto de la intriga, que la única lealtad es la que puede comprar el dinero, en tanto no aparezca un postor mejor. No admires la osadía del gran mercader. ¿Acaso no sabes de la especulación? ¿Ignoras que encarecemos las mercancías retardando los buques deliberadamente, alternando las rutas cortas por largas? ¿Y qué me dices del arte del espionaje, que ahora torpemente quieren imitar los Valois para apoderarse de los principados italianos? ¿Acaso no imaginas los contratos desventajosos que hacemos con cada uno de los manufactureros, ocultándoles lo que sabemos del estado de los grandes mercados?
¿Has visto alguna vez los edificios sede de los mercantes de la seda? ¿Has visitado los arrabales en donde se producen esas maravillas, has mirado detenidamente a la gente que las teje? ¿Es que no ves el robo, el engaño, el timo? ¿No recuerdas a Santo Tomás, el de Aquino, quien dice que "el vender más caro o comprar más barato del precio real del objeto, de suyo es injusto e ilícito"? ¿O cómo creías que se hace el negocio? ¿Pagando lo justo a quienes engarzan las joyas, a los agricultores el trigo? ¿Vendiendo al precio que valen las porcelanas, las especias, las sedas y la cristalería a los reyes y a los ricos sibaritas? Y pensar que éstos no son sino algunos de los trucos más ordinarios.
El negocio no conoce escrúpulos, y mi padre y mi abuelo lo supieron bien. Por eso fueron los comerciantes que fueron. Yo, como todo hijo primogénito, heredé sus riquezas. Desde muy joven viajé con mi padre a fin de instruirme en las artes del comercio. Conocí los puertos de la Ruta de Levante: Beirut, Trípoli, Alejandría. Recorrí los fonduks, los bazares, el besestán de Estambul. Siempre admiré la osadía, el dinero y el lujo. Amé el oro más que a nadie, y lo seguiré amando para mi desgracia y condena eternas. Nada queda para mí de todo eso. Tampoco para los principados italianos. Ya no sólo por el Mediterráneo transitan los barcos mercantes. Perdemos dominio. Hoy las grandes rutas no pertenecen sólo a Venecia, Génova, Milán o Florencia. Francia y sus embates, el dominio portugués de la pimienta, el descubrimiento de las nuevas rutas… Tal vez hasta el comercio con las Indias llegue a hacerlo a su tiempo. Nos perjudicará a la larga el crecimiento de Amberes, que asfixia ya a Brujas. Ahora todo ese comercio se desplaza lentamente hacia Nüremberg, Lyon y Lübeck. Algo, quizá aún bastante, hemos conseguido de ellos mediante la gran ruta del Brener. Por todo esto las grandes familias venecianas dejan los riesgos del comercio para comprar tierras y más tierras. Yo no. Yo fui el último comerciante aguerrido que le quedaba a Venecia. Mi precipitación, necia para mi edad y experiencia, me llevó a la ruina. “No pongas todos los huevos en la misma canasta”, dicen. Necio de mí que lo olvidé, cegado por mis melancolías de viejo, ansiando recuperar esa ingenua osadía juvenil. Hoy existen poderes más grandes que los de los negoziantes venecianos. Así he perdido mi fortuna y a mis socios. Nadie en el mundo queda para mí.
Me intrigó tanto su despecho y su rencor, que pasé días buscando la manera de preguntarle sobre el modo en que había perdido completamente su fortuna sin atreverme a hacerlo. Y es que aún en su fatigoso estado, el signore Di Marco poseía una autoridad que menguaba mi confianza. Regresaba cabizbajo a la abadía, aturdido por el olor nauseabundo de los canales que acrecentaba mi añoranza por el fresco aroma de los bosques de abetos de Baden-Württemberg, confundido entre los intrincados ramos que comunican fondamentas, ruggas y salizzadas. Fue así, extraviado entre un sestieri y otro, que di con una iglesia en la cual reconfortar mi frustración. Su fachada, de formas insólitas pero carentes de cualquier adorno, se me presentó escondida al fondo del Campo de Santa Margherita.
Santa María del Carmelo posee naves separadas entre sí por columnas rojas de dados blancos y capiteles negros. El piso, de diseño ajedrezado en durazno y blanco, se extiende diagonalmente hacia el altar, donde claros ventanales en el ábside iluminan su interior, del mismo modo que ocultos ventanales la nave principal, y cuyos arcos de medio punto semejan gorros blancos de algodón. Un pintor, de nombre Lorenzo Lotto, trabajaba en un retablo al lado de la entrada lateral derecha. San Nicolás aparece en el centro, ataviado de azules intensos, verdes y lilas. A sus pies, Juan Bautista y Santa Lucía. Y en un recipiente, los ojos de ésta, que la virgen María le repuso por unos más hermosos.
Nada era igual en mi vida. Venecia, con sus inagotables variantes arquitectónicas, edificios públicos y particulares de gran belleza, muros tapizados de arte y campos adornados por esculturas, sus obras de ingeniería -como los elaborados pozos que filtran el agua de las lluvias y apagan la sed de una ciudad con las entrañas salobres- superaba todo lo que mi alma sería capaz de imaginar, aún si gozara de tan prolongada existencia como la de Matusalén. Todo esto alimentaba mi asombro y me atraía. Y al mismo tiempo, las palabras del negociante arruinado, su visión del mundo, me inclinaban lentamente hacia el rechazo de este mundo de bellezas materiales. ¿Cómo no caer presa del mismo mal, en la trampa del mismo conflicto? En lo más profundo de su alma, el signore Di Marco era un hombre piadoso, pues no sólo conocía bien las escrituras, las obras de los padres de la Iglesia, también su devoción era tan firme como para mantenerse incólume en la autocondena, en reconocer de antemano que estaba condenado y que por lo tanto no merecía los santos óleos. ¿Cuántos hombres notablemente religiosos no serían capaces de ocultar sus temores y brindarse hipócritamente al sacramento de reparación sin sentir verdadero arrepentimiento? Di Marco se negaba, férreamente, y si un hombre particularmente devoto como él había caído presa del oro y el pecado que conlleva, ¿qué sería de mí, ingenuo y pueblerino diácono? ¿Qué me esperaba? Presa del temor a perder mi alma con el paso de los años, salí de la Iglesia envuelto en sombras vespertinas y tambaleando por el soplo de un viento que presagiaba el otoño.
En mi nueva visita al lazareto, me armé de valor y le hice la pregunta sobre el origen de su desgracia material, pues la espiritual había sido tan antigua como para poder recordarla. Cuando lo hice, pareció sorprenderle mi interés.
-¿De verdad te interesa saberlo?
-Sí, yo...
-Por imprudencia mía. El negocio mercantil se volvió muy riesgoso, de modo que muchos marinos mercantes prefirieron retirarse. Yo no. Yo siempre he amado la aventura.
-¿Qué clase de aventuras?
-Me arriesgué. Hice lo que ya nadie hacía, ni aún mis más aguerridos compañeros y socios. Al menos pude demostrarles de qué madera estaba yo hecho. Fui el único que osó realizar esa empresa. Tal vez valió la pena salvar el honor, aunque lo perdiera todo. Lo que lamento es no poder seguir. Nadie se fiaría de mí. Además, ya estoy muy viejo. Los tiempos de escasez han terminado por tumbarme en este lecho.
-Aún no me ha dicho qué pasó exactamente.
-El rey de Portugal consiguió crear un monopolio de las especias. Aunque promovimos la idea de que la pimienta portuguesa llega oreada luego de los largos viajes bordeando las Antípodas, no surtió efecto, igual se vende. El tránsito al comercio se ha visto muy entorpecido a raíz de las guerras que han emprendido los franceses para apoderarse de Roma y otros principados italianos como por los intentos españoles de hacerlos retroceder desde Sicilia. Con todas esas dificultades en mente, durante un banquete mis más cercanos socios me confesaron su decisión de comprar tierras y continuar como agiotistas, pero en empresas distintas a las navales.
-¿Pero, acaso no es un fructífero negocio?
-La emoción no se debe sólo la riqueza que produce el intercambio sino a los riesgos que se libran para obtenerla. Indignado y locuaz debido al vino que había ingerido, juré realizar la más grande inversión en una mercancía hecha jamás en la historia del comercio veneciano. Yo sería el más osado negoziante que Venecia hubiera conocido jamás, cosa que logré. Así quedé comprometido. Mas no contaba entonces con suficiente oro para enviar mis navíos por las exclusivas mercancías que sabía llegarían a Beirut, en las cáfilas procedentes de Turquía y de la India. Pedí prestado lo que me faltaba a un judío de Génova, quien tenía familiares en Constantinopla y que constituía con ellos una red experimentada en el comercio con Oriente. Esperaba poder pagarle conforme algunas de mis flotillas llegasen a puerto.
-¿Y por qué no pudo hacerlo?
-Porque yo desconocía un nuevo trato de Beirut con Cartagena para transportar dichas mercancías por El Cairo y Trípoli, sin pasar por Italia. Mi más confiable espía fue comprado camino de Constantinopla, en la feria de Lyon, durante la Pascua Florida. Cuando mis barcos mercantes llegaron a puerto, no había nada qué cargar, y una de mis flotillas encalló perdiéndose así muchas especias y trigo egipcio. No pude pagar y Benaías y los suyos me arrebataron todo según las leyes financieras y comerciales. De algún modo, el judío Benaías se enteró de mi promesa y conocía bien la situación de mi flota. Buscó mi ruina a manera de escarnio para los cada vez más temerosos comerciantes venecianos y favorecer, a la larga, a los franceses en sus frustrados avances sobre Italia. Se sienten agraviados por la Corona de España desde su expulsión, así que Carlos V es uno de sus grandes enemigos.
-¿No se arrepiente?
-No, no podría. Conseguí mantener mi honor como hombre de riesgos. Lo que no soporto es haber sido presa de un judío.
-Me refiero a sus pecados. Aún puede salvarse, su agonía durará poco.
-No hablemos de ello. Es inútil.
-Creo que puede salvarse.
-¿Viste al marinero sifilítico? Murió hace unos días.
-Sí. ¿Por qué lo pregunta?
-Ese hombre formó parte de mi marina. Aquí lo supe. Él no sabía quién era yo. Su piel estaba muy curtida por el sol, y su cuerpo, débil por la vida azarosa de los marineros viejos. Su alma fue tan solitaria como la mía: él hundido en la más honda pobreza, yo, en mis lujos vanos pero irresistibles; él, sin patria ni punto fijo o familia, y yo, manejando destinos como el suyo sin pensar en ello desde mi sede veneciana. No tengo herederos; él tampoco. Mis riquezas han pasado a manos de otros ladrones y mentirosos que, como yo, ávidos de oro, seguirán haciendo lo que deseen con todos esos labriegos, buhoneros, maestros y marineros pobres, a fin de incrementar su poder. De nada sirve pues, el arrepentimiento mío o de mis enemigos. Muy grandes han sido nuestros pecados: la avaricia, la mentira, la codicia...
No insistí más. Esas conversaciones -porque nunca se dejó ungir los santos óleos y murió una mañana en que yo no había salido aún para ir a su lado- me causaron una gran impresión: a mí, ignorante entonces de toda la mezquindad de que los hombres pudientes son capaces, devorándose entre sí como lobos sólo por codicia y no por hambre; a mí, ignorante de la violencia de las calles, entre las hordas de pobres y vagabundos en busca de supervivencia, pasto seco para el fuego de las futuras pestes. El mundo dejó de ser el ideal pacífico de mis sueños de niño, un mundo que creía celoso de las enseñanzas de Cristo y de los padres de la Iglesia. Me encontraba de golpe ante un mundo sombrío bajo los truenos del luteranismo, el calvinismo y el fracaso del Concilio de Trento; las revueltas campesinas de Brandenburgo, Brunswick y Bohemia; el desconcertante descubrimiento de las Indias; la conquista de Selim II, sultán de los turcos otomanos, sobre Chipre, que clausuró la puerta a las mercancías de Anatolia, Siria, Palestina y Egipto; las guerras religiosas de Francia y la peste; la crisis financiera de 1557 que arruinó fortunas, dejó pobres a los más pobres e incrementó la riqueza de los acaparadores en ciudades tocadas por la ostentación de sus palacios y sus iglesias recubiertas de oro, mármol y complejos mosaicos multicolores, que entonces, calladamente primero, abiertamente después, comencé a despreciar. De ese modo me convertí en monje franciscano.~
Manuscrito encontrado junto al testamento del P. Franz Brunner.
Vittorio d'Angelo. Amanuense.
Marzo 25 de 1596.