Sentimental Journey
[ cuento ]
Publicado en Chelén Franulic, Dantón (compilador) (2015). Cuentos y relatos relevantes, Ciudad de México: Ediciones La Pluma del Ganso. ISBN: 978-607-96825-1-4
Publicado en Chelén Franulic, Dantón (compilador) (2015). Cuentos y relatos relevantes, Ciudad de México: Ediciones La Pluma del Ganso. ISBN: 978-607-96825-1-4
A mi abuelo Casto (+), quien siempre oía swing.
Recibí una carta desde Arcachon, Francia. Juliette Arnaud murió hace un mes. Me lo escribe su hija Marion. Mientras anochecía, la noticia me ha tenido completamente absorto y sin lágrimas. De pronto, en un irreprimible impulso, busco mi vieja caja de discos. Están empolvados por la falta de uso. Pongo el que buscaba en la tornamesa, olvidada y anacrónica como los recuerdos, y la punta de la aguja cruje al acariciar el gastado acetato. La orquesta de Les Brown abre con slides de trombones y con trompetas asordinadas, preludio para la voz de Doris Day, que se escucha lejana y entrañable, como aquellos años.
Gonna take a sentimental journey
Gonna set my heart at ease
Gonna take a sentimental journey
To renew old memories
Got my bag
Got my reservation...
En agosto de 1944 pertenecí al primer ejército norteamericano que iba a la retaguardia de Patton. Tras el exitoso desembarco en Normandía, la moral era alta. Habíamos avanzado hacia el sur y roto el gollete de Avranches. Luego de esa victoria, mi división quedó inmediatamente atrás de la 2a división blindada francesa, que comandaba Leclerc. Patton siguió rumbo al sur, hacia Melun, para aprovechar un vacío dejado por los alemanes que luego le permitiera alcanzar Lorena.
Nos ordenaron apoyar a Leclerc en la liberación de París. Los alemanes, apostados en la ciudad, se rindieron pronto. Washington optó por no hacernos desfilar junto a los franceses, la mañana del 26 de agosto, cuando De Gaulle fue recibido como héroe. En cambio, el ejército americano siguió su marcha hacia Alemania y algunos quedamos en la zona parisina. Si bien los alemanes no opusieron mucha resistencia al avance del ejército estadounidense, trataron con ahínco de cortar a Patton los suministros por la retaguardia. Fue en una de estas escaramuzas que fui herido en la rodilla izquierda por la esquirla de un mortero. Convalecí en una clínica americana, instalada por nuestro ejército a las afueras de la capital francesa, y temí no poder volver a bailar. Fue ahí donde conocí a Juliette.
Era enfermera y voluntaria de la resistencia. A diferencia de las americanas, Juliette era más bien bajita y de cabello oscuro. Su rostro era ovalado, su nariz pequeña y puntiaguda, lo mismo que su barbilla. Era delgada y de buen cuerpo. Su carácter parecía reservado al principio pero era muy alegre después. Tenía una forma muy particular de mostrarse cómplice con la mirada y la sonrisa.
Nuestra atracción fue evidente, aunque durante algún tiempo conservó una moderada reserva que entonces no supe explicarme del todo. Inhabilitado como estaba, mi galantería se redujo en principio a sonreírle y a portarme simpático cuando teníamos oportunidad de charlar, lo cual hacíamos pese a mi deficiente francés.
A las afueras de París, rodeados por la destrucción que la guerra había causado, me sorprendía el estoicismo de los franceses, quienes aguardaban la reunificación y sospechaban la derrota ineludible que, al final, cayó sobre Alemania. Uno de los soldados que convalecía conmigo, Jerry "Boy" Ferguson, tenía un radio de onda corta, con el que oíamos swing desde Nueva York. Cuando ponían “Sing, sing, sing”, con Benny Goodman, nos imaginábamos bailando sobre un barco de guerra mientras que “Song of India”, con Glen Gray, mi preferido, nos evocaba un paseo crepuscular en el exótico Pacífico oriental, con una chica del brazo.
Aunque “Harlem Nocturne” me provocaba una ligera nostalgia por mi ciudad al otro lado del Atlántico, el swing nació para bailarlo, así que Jerry y yo gritábamos y golpéabamos nuestros colchones al ritmo beat de 4/4, para después retorcernos de dolor, mientras Juliette y otras enfermeras se acercaban riendo e intentaban seguir, con quiebres de cadera, la cadencia de la música americana. ¡Y nosotros ahí, postrados, sin poder levantarnos a enseñarles...!
La guerra y sus estragos seguían su curso con un frente que se desplazaba hacia Alemania, pero en lo que a mí respecta, empezaba a dejar de preocuparme. No había muerto. Había sobrevivido al desembarco, a la toma de París y estaba claro que mi recuperación sería larga.
Juliette y yo solíamos conversar por las tardes. En una de ellas, en la que la radio ponía a Benny Goodman, le hablé del verano de 1935, en California. Le conté que había estado en la Sala Palomar de Los Ángeles, el 21 de agosto, día en que Goodman y su banda dieron la que suponían como su última presentación. Habían intentado sin mucho éxito algo nuevo que nombraban swing. No se imaginaron que esa noche ese ritmo iba a triunfar.
En realidad, no estuve ahí, en ese entonces sólo tenía catorce años, pero... ¡qué diablos! Mi hermano mayor sí, y solía contármelo. La sala, que se quemó el año que empezó la guerra y que era grande como un hangar, se llenó por completo. Goodman y su banda, inseguros aquél día de sus riffs y de su ritmo, comenzaron con piezas dulzonas, de un repertorio más bien convencional. Sólo algunas parejas se animaron a moverse. Entonces, según se supo más tarde, Goodman se dijo a sí mismo que si esa sería la última presentación de la banda, que fuera “tocando la música que más nos gusta". Eso hicieron. La gente comenzó a bailar y a animarse. Cuando Goodman se volteó hacia el público no podía creerlo. Lo amaban. Pronto surgirían otras bandas. Había nacido el swing, que se extendería por todo el mundo con la radio, el cine y los soldados como nosotros.
"Cuando termine con esta maldita rodilla, tú y yo vamos a bailar hasta caernos de cansancio". Juliette reía y me decía que sí.
Se acercaba la Navidad. Mi rehabilitación iba por buen camino. Ya podía caminar, así que me asignaron trabajo de oficina en la clínica. Juliette y yo salíamos por las tardes. Admiraba la silueta de su nariz bajo la dorada luz vespertina mientras tomábamos café en una terraza, cuando nos enteramos por la radio del lugar que Glenn Miller estaba en Inglaterra y que vendría a Francia a tocar para los aliados de la retaguardia. Miller había disuelto su banda para alistarse, pero de inmediato formó otra en el ejército. Le dije a Juliette que no debíamos perdernos ese baile, con piezas como “American Patrol”, “Little Brown Jug”, “Moonlight Serenade”... Muy seria, me advirtió que debía cuidar mi rodilla, pero sus ojos brillaron y prometió practicar.
El 15 de diciembre, una noticia estremeció a las tropas que estábamos apostadas en Francia. No fue porque hubiéramos perdido una batalla o retrocedido en frente alguno, sino porque Miller desapareció con todo y avión sobre el Canal de la Mancha. Su orquesta, que se había adelantado, quedó huérfana. No hubo baile. Tampoco volví a ver a Juliette.
Una enfermera, compañera suya, me trajo una carta de su parte. Con estupor, leí que se había marchado con su prometido, un miembro de la resistencia que sospechaban muerto y que por más de un año estuvo herido y oculto. En breves párrafos me pedía perdón, que la comprendiera y que nunca la olvidara, porque ella no lo haría. En ese momento, ¡qué carajo podía importarme su promesa sino mi propio dolor!
De la rodilla nunca me recuperé del todo. Impedido de servir en el frente, continué mi trabajo burocrático. Tampoco pude volver a bailar el swing. Aún con lo que había pasado, luego de un año de mi regreso a Nueva York, decidí escribirle. Su madre se convirtió en intermediaria de nuestra correspondencia, lo que siempre agradecí. Gracias a ello obtuvimos una necesaria discreción para no perdernos la pista. Habíamos quedado inevitablemente separados, como dos rieles de una misma vía, pero me seguía amando, como yo a ella. Si no hubiera sido así, ¿por qué le escribí y por qué siempre respondió? ¿Por qué nos escribimos durante todos estos años? Nunca mencionó a su esposo y sólo muy de vez en cuando me habló de sus hijos, como por descuido. Yo también omití esos aspectos de mi vida. En nuestra prolongada correspondencia, Juliette y yo compartimos pensamientos que normalmente las personas reservan para sí mismas. Casi siempre comenzábamos por anécdotas triviales, para terminar con reflexiones sobre la muerte o el amor; sobre si uno decide ser feliz o sólo es una lucha inútil y azarosa con el destino.
Europa había padecido la guerra más cruenta de su historia y, entre las ruinas y el dolor, brotaba, como el vapor tras una lluvia en tierra tropical, esa enorme necesidad de amarse los unos a los otros.
Juliette Arnaud ha muerto. Y ni ella ni yo tuvimos el valor de hacerle al otro esa pregunta: la única que verdaderamente nos dolía.~